Cuando espero que Dios me de aquello que tantas veces le pido, cuando espero que obre con poder el milagro anhelado, tiendo a desilusionarme.
Tras las vacaciones escolares, la casa vuelve a ser un lugar lleno de risas, plagado de tiestos y en estas fechas, una excelente trinchera donde agazaparse para no perder el rumbo entre la marea descomunal de sugerente consumismo.
Los niños tienen la capacidad de contagiar su alegría, te hacen cómplices de sus retozos y apartándote de cosas superfluas te impregnan con sus imaginativos juegos y su desbordante ilusión.
En estos días de iluminadas calles, de musiquilla navideña, mi hija me recuerda que tres reyes magos van a venir una noche y van a traerle esos dos regalos que tanto le ilusionan.
Cada día pregunta, a su manera, si hoy es ese día, el gran día. Tengo que explicarle que no, que aún ha de esperar un poco más.
Ella sabe que alguna mañana cuando se despierte encontrará lo que tanto aguarda y que por fin podrá jugar con lo que desea y entusiasma.
Me gustaría parecerme a ella, saber esperar sin que se disipara la ilusión , sin caer en derrota, sin perder la fe.
Cuando espero que Dios me de aquello que tantas veces le pido, cuando espero que obre con poder el milagro anhelado, tiendo a desilusionarme, y aunque no lo expreso verbalmente, mis gestos, mi tristeza manifiestan mi falta de fe.
Qué sencillo sería emular la ilusión de los niños, esa confianza extrema hacía lo que ansían recibir.
No hay temor en ellos, no dudan, únicamente esperan.
Yo quiero que los milagros lleguen y que cuando lo hagan encuentren a una mujer enarbolando la esperanza, una mujer ilusionada, creyente, sabedora de que Dios, es un Dios todopoderoso.
Él hace hoy cosas nuevas. Nos concede la oportunidad de vivir una fe que mueve montañas. Sus milagros son insólitos e igual de impactantes que lo fueron en antaño.
Para que el milagro se produzca, tan sólo he de creer. Lo demás corre de su cuenta.
Los niños tienen la capacidad de contagiar su alegría, te hacen cómplices de sus retozos y apartándote de cosas superfluas te impregnan con sus imaginativos juegos y su desbordante ilusión.
En estos días de iluminadas calles, de musiquilla navideña, mi hija me recuerda que tres reyes magos van a venir una noche y van a traerle esos dos regalos que tanto le ilusionan.
Cada día pregunta, a su manera, si hoy es ese día, el gran día. Tengo que explicarle que no, que aún ha de esperar un poco más.
Ella sabe que alguna mañana cuando se despierte encontrará lo que tanto aguarda y que por fin podrá jugar con lo que desea y entusiasma.
Me gustaría parecerme a ella, saber esperar sin que se disipara la ilusión , sin caer en derrota, sin perder la fe.
Cuando espero que Dios me de aquello que tantas veces le pido, cuando espero que obre con poder el milagro anhelado, tiendo a desilusionarme, y aunque no lo expreso verbalmente, mis gestos, mi tristeza manifiestan mi falta de fe.
Qué sencillo sería emular la ilusión de los niños, esa confianza extrema hacía lo que ansían recibir.
No hay temor en ellos, no dudan, únicamente esperan.
Yo quiero que los milagros lleguen y que cuando lo hagan encuentren a una mujer enarbolando la esperanza, una mujer ilusionada, creyente, sabedora de que Dios, es un Dios todopoderoso.
Él hace hoy cosas nuevas. Nos concede la oportunidad de vivir una fe que mueve montañas. Sus milagros son insólitos e igual de impactantes que lo fueron en antaño.
Para que el milagro se produzca, tan sólo he de creer. Lo demás corre de su cuenta.
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